Una ciudad está viva cuando sus calles burbujean de coches, de gentes, de bicis y de gritos (o murmullos). Si además aparecen columpios y carritos de bebé, es que goza de buena salud. Y ya se llega al culmen de la habitabilidad cuando se transita sin pisar aquí y allá las consabidas cacas de perro.
Una ciudad está viva cuando se deja retratar y esos retratos tienen magia. Cuando posa con perfiles únicos. Cuando se desnuda y se viste y vuelve a mostrarse en cueros otra vez. Cuando respira y cuando jadea.
Me gusta husmear en las ventanas, detenerme en las estatuas y buscar las pinturas callejeras de las ciudades que visito. Porque en ellas se pueden contar las pulsaciones de una ciudad y revivir las historias que la han convertido en lo que es.
San Francisco es, quizás, el ejemplo emblemático de ciudad viva. Se prodiga especialmente en el barrio hippie:
mientras el barrio chino rebulle a su propio ritmo.
Hay ciudades emblema, sí, como París, Londres y Roma, paraísos del grafitti y del arte callejero.
Pero hay otras que te sorprenden, porque lo que descubres no te lo esperas... o te esperas otra cosa.
Bilbao se reserva una delicada caricia en las orillas del Nervión.
Y Vitoria susurra en sus esquinas que tiene vocación de bienestar y ganas de reconciliarse con la Historia.
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